‘Prohibiciones verdes’ como palanca de impulso de las energías renovables






Jesús M. Castillo
En lucha / En lluita



El cambio climático se agrava y los próximos 50 años son claves si queremos evitar que la temperatura aumente más de 3 ºC poniendo en marcha una fase de calentamiento brusco. En paralelo, los líderes políticos mundiales y su apuesta ecocapitalista se están mostrando ineficaces para disminuir las emisiones de gases con efecto invernadero. En este contexto, la actuación directa de la ciudadanía mediante un consumo y un trabajo responsables es cada día más importante.
En el plano laboral, podemos inspirarnos y aprender de las prohibiciones verdes (green bans) que desarrollaron los trabajadores del sindicato de la construcción de Sydney a finales de los años setenta luchando contra la especulación inmobiliaria. Las prohibiciones verdes consisten en que los y las trabajadoras se niegan a participar en proyectos que consideran injustos social y/o ambientalmente, habitualmente en coordinación con grupos ecologistas y vecinales.
Las prohibiciones verdes para mitigar el cambio climático fomentando las energías renovables deberían surgir de sindicatos verdes, con una conciencia ecologista elevada, asamblearios, combativos, con un elevado nivel de autoconfianza y que se relacionaran de forma fluida con asociaciones de vecinos y grupos ecologistas. Las prohibiciones verdes en pro de las energías renovables podrían actuar desde campos tan diversos como el de la construcción, la ingeniería, las infraestructuras de transporte o la educación.
Introducción
Cada vez son más las pruebas empíricas que corroboran las predicciones de los modelos sobre cambio climático y éste avanza con el riesgo de entrar en una fase de evolución brusca en la que se activen bucles de retroalimentación positiva que lo autopropulsen y aceleren (Neale, 2008).
Los líderes mundiales parecen no tener respuestas efectivas para frenar el cambio climático, como ilustró el fracaso de la cumbre internacional de Copenhague a la hora de llegar a un acuerdo vinculante de reducción de emisiones de gases con efecto invernadero (GEI). Sus propuestas no van más allá de utilizar el funcionamiento del sistema económico y financiero para luchar, ya sea mediante mitigación o adaptación, contra el cambio climático y sus consecuencias. Plantean medidas ecocapitalistas aprovechando las oportunidades de negocio que aparecen al calor del cambio climático. Esta respuesta tiene muchos riegos, mostrándose débil e ineficaz para frenar el calentamiento.1 En este contexto, parece más que improbable un impulso decidido a las energías renovables (solar, eólica, mareo- y ola-motriz, hidráulica y geotérmica) a corto o medio plazo por parte de los líderes políticos mundiales o los capitales sujetos al mercado. Y los próximos 50 años son claves para disminuir las emisiones de GEI y evitar la fase de cambio brusco (Neale, 2008).
Si los líderes políticos o los poderes económicos no van a frenar a tiempo el calentamiento global, y aunque nos equivocáramos en esta nuestra predicción y estos actores sociales lo intentaran seriamente, el papel de la ciudadanía es muy importante, tanto desde el punto de vista de los hábitos de consumo como, especialmente, desde los puestos de trabajo. La acción ciudadana en los países enriquecidos, que son los mayores emisores de GEI per capita, debería ir en el camino de un decrecimiento económico controlado democráticamente que mejore la calidad de vida de la mayor parte de la población imitando el funcionamiento de los sistemas naturales (Riechmann, 2006; Manfred et al., 2007; Taibo, 2009). Un decrecimiento en el que la sustitución de combustibles fósiles por energías renovables tendría un papel clave al servir como modulador de la reducción de producción y consumo e impulsar su democratización y descentralización, a la vez que mejoraría la calidad del entorno. En pro de este decrecimiento, desde el consumo responsable aparecen el boicot a las empresas más contaminantes y el cambio en los hábitos de consumo, y desde el puesto de trabajo emergen las ‘prohibiciones verdes’ (green bans, en inglés) como impulsoras de gran potencia de las energías renovables.
El origen de las “prohibiciones verdes”
Las prohibiciones verdes son, quizás, el mejor ejemplo de un movimiento sindical eficaz a la hora de luchar contra la degradación ambiental. Nacieron en Australia en los inicios de los años setenta2 y aún continúan vivas. Una prohibición verde se produce cuando los y las trabajadoras organizados en un sindicato se niegan a trabajar en un proyecto que consideran injusto social y/o ambientalmente, de manera que se produce un boicot obrero.
Los y las trabajadoras organizados en la Federación de Trabajadores de la Construcción de Nueva Gales del Sur (New South Wales Builders Labourers Federation) junto con asociaciones de vecinos y grupos ecologistas frenaron la especulación urbanística en grandes ciudades, especialmente en Sydney. Estas ciudades australianas sufrían una ola de especulación inmobiliaria que comenzaba a inundarlas con grandes edificios para oficinas. Al mismo tiempo que se llevaban a cabo estas operaciones especulativas, la gente que buscaba una primera casa no la encontraba. En este contexto, Jack Mundey, uno de los dirigentes de la Federación de Trabajadores de la Construcción de Nueva Gales del Sur exponía (Tully, 2004):
¿Para qué queremos sueldos mayores únicamente si tenemos que vivir en ciudades sin parques, despobladas de árboles, con una atmósfera envenenada por la contaminación y que vibran con los ruidos de miles de unidades privadas de transporte?
Las luchas contra la especulación urbanística se llevaron a cabo mediante las conocidas como “prohibiciones verdes” a la construcción o a la demolición por motivos medioambientales, sociales y de patrimonio. Los trabajadores de la construcción se negaban a trabajar en proyectos antisociales y antiecológicos, normalmente porque se lo pedían grupos ciudadanos organizados. De esta manera los trabajadores frenaron la gentrificación de los barrios obreros residenciales más céntricos. Llegaron a salvar más de cien edificios históricos y emblemáticos de Sydney, zonas verdes o con vegetación silvestre que quedaban como islas en medio de la matriz urbana, barrios enteros de clase trabajadora e, incluso, los jardines botánicos de Sydney que iban a ser transformados en un parking para la famosa Casa de la Ópera. Muchas de estas zonas salvadas por los trabajadores de la ola de hormigón especulativa son visitadas actualmente por miles de turistas cada año.
Entre 1971 y 1974 hubo más de veinte prohibiciones verdes en Sydney. Por aquel entonces, cerca del 70% de los trabajadores del sindicato eran inmigrantes, habitualmente los obreros con menor formación y que hacían los trabajos más duros y peligrosos. Muchos no hablaban inglés. Durante los años sesenta, el sindicato estaba dirigido por burócratas corruptos que no se preocupan de sus trabajadores, hasta que activistas de base afiliados al Partido Comunista Australiano y al Partido Laborista tomaron el poder tras una dura lucha de cerca de diez años. Tras este cambio, el sindicato impulsó en 1970 una campaña de huelgas pidiendo un aumento de sueldo y una mejora de las condiciones de trabajo. Los empresarios cedieron tras cinco semanas de huelga que les cogieron totalmente por sorpresa dada la cultura de inacción del sindicato hasta aquel momento. Durante las semanas de huelgas, los trabajadores ganaron mucha dignidad y autoconfianza y conocieron las posibilidades de la autoorganización, por ejemplo, para elegir a sus representantes directamente u ocupar su lugar de trabajo (Tully, 2004).
Las revueltas estudiantiles y de trabajadores franceses de 1968 inspiraron, entre otras luchas, a los líderes del sindicato en su combatividad y los pertenecientes al Partido Comunista dudaron aún más sobre el “comunismo real” de la Unión Soviética tras ver a los tanques rusos aplastar el levantamiento de la Primavera de Praga. Estas dudas habían comenzado hacía tiempo, allá por 1956 cuando Rusia había invadido Hungría.
Animados por la confianza de las luchas victoriosas, los trabajadores del sindicato comenzaron a intervenir en asuntos no estrictamente laborales, por ejemplo, en manifestaciones contra la Guerra de Vietnam y el Apartheid en Sudáfrica. También impulsaron el derecho de las mujeres a trabajar en labores para las que solo se contrataban hombres. De hecho, una mujer, Denise Bishop, fue elegida dirigente del sindicato, probablemente por primera vez en la historia de los sindicatos de la construcción. El sindicato comenzó a emplear a organizadores bilingües para llegar a todos sus trabajadores y trabajadoras (Tully, 2004).
Todas las acciones más importantes se decidían de forma democrática desde las bases del sindicato, que funcionaba fundamentalmente de forma asamblearia, lo cual era muy raro en el panorama sindical de la Australia de los años setenta. Algunas de estas asambleas se hacían directamente parando de trabajar o en los periodos de descanso en el tajo. Además, los representantes sindicales cobraban lo mismo y solían tener las mismas horas de trabajo que los demás trabajadores, de manera que conocían su realidad de primera mano (Mundey, 1981).
La presión política de los trabajadores en las prohibiciones verdes fue tal que forzaron al gobierno a cambiar la legislación de derribos. De hecho, la palabra “verde” para etiquetar a los partidos ecologistas europeos parece que fue incorporada desde las green bans donde se usó por primera vez para referirse a la defensa del medioambiente (Tully, 2004).3 La fuerza de las green bans estaba en la combinación de la posibilidad de paros y huelgas laborales de los sindicalistas unida con los conocimientos de los ecologistas y la unión de las bases sociales de ambos grupos (Hutton y Connors, 1999).
En algunos casos, frente a la intención de los promotores de emplear a trabajadores esquiroles en sus obras, los trabajadores de esa empresa pero de otra obra amenazaban o iban a la huelga para presionar al empresario, que normalmente acababa cediendo, abandonando la idea de construir donde no querían los vecinos y sus trabajadores. Algunos acusaban a los huelguistas de impedir la creación de empleo y ellos se defendían diciendo que sí querían construir, pero no especulando con el territorio y la vida de sus conciudadanos.
En vista del éxito de las prohibiciones verdes, los trabajadores que las llevaban a cabo comenzaron a sufrir niveles muy elevados de represión por parte de los empresarios, que acabaron algunas veces en secuestros y asesinatos. En 1974 se acabó, momentáneamente, con el movimiento de las green bans en Sydney. El ataque vino desde dentro de la federación del sindicato que expulsó a los dirigentes en Nueva Gales del Sur aduciendo que se habían extralimitado en sus funciones. Para ello rompieron una huelga con esquiroles e, incluso, llegaron a contratar a matones para intimidar a los trabajadores más combativos. A estos mismos trabajadores los incluyeron en listas negras para que no fueran contratados nunca más en el sector de la construcción (Burgmann, 1993).
Prohibiciones verdes a favor de las energías renovables
Las prohibiciones verdes de Sydney de finales de los años setenta se extendieron más allá, desde los obreros de la construcción y desde la ciudad de Sydney a otros sectores industriales y otras ciudades australianas. Por ejemplo, en 1976, la Unión de Sindicatos Australianos (Australian Council of Trade Unions) bloqueó la minería, transformación y exportación de uranio (Australia es uno de los mayores productores de uranio del mundo). En 1977, una huelga general del sector obligó a readmitir a un vigilante de trenes que había sido despedido por paralizar un tren que transportaba uranio. Este movimiento, en el que se unían sindicalistas, ecologistas y pacifistas, convocó a miles de manifestantes en las grandes ciudades australianas y organizó piquetes y bloqueos contra la llegada de muchos barcos para cargar uranio en los años setenta (Judis, 1977). También en Australia, de forma más o menos aislada, los trabajadores han vetado la construcción de oleoductos por zonas de alto valor ecológico, el atraque de barcos cargados de madera procedente de la deforestación de bosques ecuatoriales asiáticos o la construcción de zonas residenciales en antiguas zonas industriales con suelos contaminados.
Las acciones de boicot obrero que nacieron en Australia también se extendieron a otros países. Por ejemplo, durante los años ochenta, trabajadores navales ingleses boicotearon el vertido de residuos nucleares al mar. También en los años ochenta, en Brasil, los trabajadores que extraían caucho se aliaron con poblaciones indígenas y ecologistas para frenar la deforestación amazónica por partía de terratenientes y grandes empresas. El éxito de esta resistencia llevó a que asesinaran al líder sindicalista y ecologista ‘Chico’ Mendes el 22 de diciembre de 1988. En Euskadi, a finales de los años setenta, los estibadores agrupados en la Asamblea de Trabajadores Portuarios se negaron a descargar material para la construcción de la central nuclear de Lemoiz. Un plante similar de los trabajadores portuarios franceses ocurrió cuando se intentó descargar el material por allí tras la negativa de los estibadores vascos. Contra este proyecto nuclear hubo un fuerte movimiento popular. Incluso los trabajadores de la misma obra de la central nuclear (organizados en sindicatos como CC.OO., ELA-STV o LAB) pidieron la paralización de las obras y fueron a la huelga.4
 Aún hoy en día la fuerza de las green bans no se ha olvidado en Sydney. En los inicios de los años noventa, el Sindicato de Construcción, Bosques, Minas y Energía (Construction Forestry Mining Energy Union), el heredero ampliado de la antigua Federación de Trabajadores de la Construcción, impuso una prohibición verde contra la demolición de un edificio histórico en una de las zonas portuarias de la ciudad, deteniendo su demolición durante más de dos años e impidiéndola finalmente. Otro boicot obrero en Sydney impidió en los años noventa la construcción de un MacDonalds en un parque.
En nuestra opinión, las prohibiciones verdes pueden ser una herramienta clave en el fomento de las energías renovables desde el movimiento de los trabajadores. Como hemos visto en el nacimiento de los boicots obreros en Sydney, para que se lleven a cabo las prohibiciones verdes es necesario que los trabajadores se organicen en ‘sindicatos verdes’, con una conciencia ecologista elevada, combativos y que se relacionen de forma fluida con asociaciones de vecinos y grupos ecologistas. Si se configuran estos sindicatos y ganan influencia, sus trabajadores, a la vez que mejorarían sus condiciones laborales, podrían oponerse con éxito a la construcción de infraestructuras relacionadas con la gestión y quema de combustibles fósiles como pozos petrolíferos, refinerías, oleoductos o centrales térmicas. También podrían boicotear la minería del uranio, su transporte y la construcción de centrales nucleares, pues la energía atómica teniendo en cuenta el ciclo completo del uranio emite más GEI que las renovables (Caldicott, 2006). A la vez, los sindicatos verdes podrían favorecer proyectos relacionados con energías renovables como centrales solares, parques eólicos o instalaciones de energía ola-motriz.
Durante 2009 se vivió en Inglaterra un ejemplo de unión entre sindicatos y ecologistas contra el cambio climático. Activistas de grupos ecologistas se unieron a cientos de trabajadores de la empresa de aerogeneradores Vestas amenazados con el despido y que previamente habían ocupado su fábrica. Lo que argumentaban los trabajadores y los ecologistas al unísono era que acabar con el empleo en Vestas era fomentar el cambio climático y arruinar la vida de los trabajadores. En la visita del Ministro para el Cambio Climático a Oxford, la presión de los manifestantes permitió que uno de éstos interviniese en el mitin preguntando que ya que se nacionalizaban los bancos en crisis por qué no se hacía lo mismo con empresas como Vestas que son claves para frenar el calentamiento global y construir una “economía verde”. El ministro respondió que si se nacionalizara Vestas se asustaría a otras empresas que no invertirían en el Reino Unido. En este contexto, ejemplos como los de la fábrica de cerámicas Zanón (ahora FASINPAT, Fábrica Sin Patrones) en Argentina muestran como la autogestión de las empresas por los trabajadores es posible en el siglo XXI.5
Las prohibiciones verdes no solo podrían actuar en el campo de la construcción para fomentar las energías renovables. Podrían boicotearse las “fuentes de energías más calientes” desde las fábricas de piezas y maquinarias para determinadas industrias energéticas. También podrían desarrollarse prohibiciones verdes contra la construcción de infraestructuras de transporte, como autovías y autopistas, con grandes impactos ambientales asociados y que sirven actualmente como corredores para vehículos que queman combustibles fósiles. Incluso, desde el sector educativo podrían evitarse los programas que incentiven el uso de energías no renovables, fomentando la formación en energías alternativas y la educación en el decrecimiento.
Sin duda, el desarrollo de las prohibiciones verdes para mitigar el cambio climático fomentando las energías renovables no es un camino fácil, pero una vez puesto en marcha podría llegar a ser muy efectivo como muestra la historia de las green bans en Sydney.
Conclusiones
Frente a la gravedad del cambio climático y el riesgo inminente de entrada en una fase de evolución brusca, los esfuerzos de los líderes políticos mundiales parecen insuficientes. La historia reciente del movimiento de los trabajadores (organizados en sindicatos asamblearios, combativos y verdes) en relación con el movimiento ecologista nos muestra como las “prohibiciones verdes” deben ser contempladas como una alternativa potente. Las prohibiciones verdes fomentarían las energías renovables en la mitigación del cambio climático y bloquearían proyectos emisores de grandes cantidades de gases de efecto invernadero.

Jesús M. Castillo, profesor del Departamento de Biología Vegetal y Ecología (Universidad de Sevilla) y militante de En lucha.

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