La búsqueda de nuevas Tierras




  • Autor: Timothy Ferris


A lo largo de la historia, sólo se ha sabido de la existencia de una Tierra en el Universo. quizá haya otra Pronto. Y otra. Y otra.


A los humanos nos llevó miles de años explorar nuestro planeta y tardamos algunos siglos en entender a los planetas vecinos, pero en la actualidad cada semana se descubren mundos nuevos. A la fecha los astrónomos han identificado más de 400 “exoplanetas”: mundos que orbitan estrellas distintas al Sol.

Los científicos están ansiosos por encontrar planetas que se parezcan a la Tierra, que orbiten sus estrellas a la distancia precisa –que no sean ni muy calientes ni muy fríos– para poder sustentar la vida como la conocemos. No se ha encontrado ningún planeta semejante al nuestro, quizá porque no son muy llamativos. Ver un planeta tan pequeño y tenue entre el resplandor de su estrella es como tratar de hallar una luciérnaga en el estallido de fuegos artificiales; detectar su influencia gravitacional en la estrella es como escuchar un grillo en medio de un tornado. Sin embargo, llevando la tecnología al límite, los astrónomos se acercan rápidamente al día en el que podrán encontrar otra Tierra e interrogarla para buscar señales de vida.

Sólo se han fotografiado 11 exoplanetas. Todos son grandes y brillantes, convenientemente alejados de sus estrellas. La mayoría de los restantes se ha detectado por medio de la técnica espectroscópica Doppler, que analiza la luz estelar para averiguar si la estrella exhibe el ligerísimo bamboleo producto de la influencia gravitacional de sus planetas. En años recientes, los astrónomos han refinado la técnica Doppler a tal grado que pueden determinar si la estrella se desvía de su trayectoria esperada sólo un metro por segundo: aproximadamente la velocidad de un peatón. Esto es suficiente para detectar un planeta gigante con órbita grande, o uno pequeño si está muy cerca de su estrella, pero no una Tierra a 150 millones de kilómetros de su estrella. La Tierra jala al sol a aproximadamente una décima parte de la velocidad de un peatón, o lo que es lo mismo, la velocidad de un bebé gateando; los astrónomos aún no pueden distinguir una señal tan minúscula proveniente de la luz de una estrella lejana.

Otro enfoque consiste en vigilar la estrella para ver si su luminosidad disminuye un poco, lo cual ocurriría periódicamente si un planeta que la orbite pasara frente a ella y bloqueara una fracción de su luz. Cuando mucho, 10% de los sistemas planetarios podría estar orientado de manera que estos minieclipses, llamados tránsitos, fueran visibles desde la Tierra, lo que significa que, para atrapar unos cuantos tránsitos, los astrónomos tienen que vigilar pacientemente muchas estrellas. El satélite francés COROT, que está en el tercer y último año de su misión principal, ha descubierto siete tránsitos de exoplanetas, uno de los cuales es apenas 70% más grande que la Tierra.

El satélite Kepler de Estados Unidos es el sucesor más ambicioso de COROT. Fue lanzado desde Cabo Cañaveral en marzo y, esencialmente, no es más que una gran cámara digital con una apertura de .95 metros y un detector de 95 megapixeles. Toma fotos de gran campo cada 30 minutos, capturando la luz de más de 100000 estrellas en un solo pedazo de cielo entre las estrellas brillantes Deneb y Vega. En la Tierra hay computadoras que vigilan la luminosidad de todas esas estrellas a través del tiempo y alertan a los humanos cuando detectan el leve oscurecimiento que podría corresponder al tránsito de un planeta.
Como el oscurecimiento puede corresponder a otros fenómenos, como las pulsaciones de una estrella variable o una gran mancha solar moviéndose por la superficie de la estrella, los científicos a cargo del Kepler no anuncian la presencia de un planeta hasta que hayan visto su tránsito al menos tres veces. Esta espera puede ser de unos cuantos días, o semanas si se trata de un planeta que orbita rápidamente cerca de su estrella, pero puede tardar años para un gemelo de la Tierra. Al combinar los resultados del Kepler con las observaciones obtenidas con la técnica Doppler, los astrónomos esperan determinar los diámetros y las masas de los planetas en tránsito. Si logran descubrir un planeta rocoso de un tamaño similar al de la Tierra, que orbite en una zona habitable –ni tan cerca de la estrella como para que el agua se haya evaporado ni tan lejos como para que se haya congelado–, habrán encontrado lo que los biólogos suponen una prometedora morada para la vida.

Las estrellas enanas más pequeñas que el Sol pueden ser los mejores lugares para efectuar la caza. Existen enanas en abundancia (siete de las 10 estrellas más cercanas al Sol son enanas clase M) con vidas largas y estables. Pueden proporcionar un suministro regular de luz a cualquier planeta con vida que pudiera ocupar sus zonas habitables. Y lo que resulta más importante para los cazadores de planetas es que mientras más tenue sea la estrella, más cerca de ella estará su zona habitable y por lo tanto las observaciones de los tránsitos redituarán más rápido. Un planeta que orbite cerca de su estrella también ejerce una mayor fuerza gravitacional sobre ella; así es más fácil detectarla con el método Doppler. De hecho, el planeta más prometedor encontrado hasta la fecha –la “superTierra” Gliese 581 d, que tiene siete veces la masa de nuestro planeta– orbita en la zona habitable de una enana roja con apenas un tercio de la masa del Sol.

Si se llegaran a encontrar planetas parecidos a la Tierra dentro de la zona habitable de otras estrellas, quizá algún día un telescopio espacial diseñado para buscar señales de vida analice el espectro de luz de cada planeta; con un telescopio así se buscarían posibles evidencias de vida, como metano atmosférico, ozono y oxígeno, o el “límite rojo” que se produce cuando las plantas fotosintéticas que contienen clorofila reflejan la luz roja. Sería muy difícil detectar y analizar directamente la luz del planeta, que puede tener sólo una diezmilmillonésima parte de la luminosidad de su estrella, pero cuando un planeta transita, la luz que brilla a través de su atmósfera podría revelar claves de su composición que un telescopio espacial sería capaz de detectar.

Mientras lidian con el enorme reto tecnológico de realizar análisis químicos de planetas que ni siquiera pueden ver, los científicos que buscan vida extraterrestre deben tener en mente que esta puede ser muy distinta de la vida aquí en casa. Por ejemplo, la falta de un límite rojo no necesariamente significa que un exoplaneta terrestre no tenga vida: esta floreció en la Tierra durante miles de millones de años antes de que las plantas terrestres aparecieran y poblaran sus continentes. La evolución biológica es tan impredecible por naturaleza que aun si se hubiera originado vida en un planeta idéntico a la Tierra al mismo tiempo que aquí, hoy día la vida ahí seguramente sería muy diferente de la de la Tierra.

Como dijo el biólogo Jacques Monod, la que hay evoluciona no sólo por necesidad, también por la intervención de innumerables accidentes, es decir, por azar. Este ha asomado la cabeza muchas veces durante la historia de nuestro planeta, y de manera dramática durante las muchas extinciones masivas que erradicaron millones de especies y, al hacerlo, abrieron espacios para que evolucionaran nuevas formas de vida. Por lo tanto, los científicos no sólo buscan exoplanetas idénticos a la Tierra moderna, sino planetas que se parezcan a lo que la Tierra fue o pudo haber sido.

Durante miles de años, los humanos sabíamos tan poco del universo que celebrábamos nuestras fantasías mientras denigrábamos la realidad (como escribió el filósofo español Miguel de Unamuno, el misticismo de los visionarios religiosos de la antigüedad surgió de “una intolerable disparidad entre la inmensidad de su deseo y la pequeñez de la realidad”). Ahora, con los avances en la ciencia, se ha vuelto evidente de manera humillante que la creatividad de la naturaleza sobrepasa la nuestra. Se alza la cortina en una infinidad de nuevos mundos con historias que contar.

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