Confianza








Hubo un tiempo en el que la humanidad era Una, unida, cohesionada, evolucionando en torno a una Idea, a un proyecto.
Existía un sólo continente, Pangea, y los seres humanos que en él habitaban basaban su existencia en la confianza, la confianza entre ellos y también en aquellos que eran responsables de la evolución, del progreso, así como del cuidado de la naturaleza y de todo lo que esta ofrecía generosamente a sus habitantes.
Gracias a la relación que existía en esa primera humanidad, basada en la confianza, el progreso alcanzó niveles muy superiores a los conocidos hoy en día. Pero el progreso no era sólo tecnológico, sino que todo repercutía en la calidad de vida, en el bienestar y en la evolución de los habitantes de Pangea. Se podría decir que aquello, en su perfección, era el “paraíso”.
El progreso condujo a un poder cada vez mayor. Y el poder produjo en los responsables de esa primera humanidad la pérdida de la humildad, el llegar a sentirse “dioses” que podían controlar la naturaleza a su gusto, y también nació en ellos la pretensión de alterar las Leyes de la Vida, el equilibrio de la Vida, lo sagrado de la Vida.
Sus pretensiones y proyectos alteraron la armonía que existía entre los habitantes y también con la naturaleza. Eso produjo que se crearan bandos enfrentados y, como consecuencia, que se perdiera la confianza entre ellos y también hacia los responsables o dirigentes de aquel primer mundo.
Los resultados fueron catastróficos, tanto para el continente como para quienes en él habitaban. Los pocos que sobrevivieron a la catástrofe llevaban en su interior el germen de algo nuevo para ellos, algo que marcaría a las generaciones posteriores al cataclismo y que aún se extiende hasta nuestros días, la desconfianza. La desconfianza se instaló en el interior del ser humano y marcó sus pasos en lo que fue el resurgir de la humanidad, el nacimiento y desarrollo de la segunda humanidad, la actual.
La desconfianza actuó y actúa como un virus destructor que convierte la relación humana en una hipocresía, y a los seres humanos en recelosos, en egoístas, en individualistas. Las guerras, los enfrentamientos, que sólo existieron al final de Pangea, se constituyeron como el denominador común de la segunda humanidad, hasta el punto que no existe periodo o época en ésta que no esté marcado o condicionado por alguna guerra, global o parcial. Se podría decir que el ser humano actual es un desconfiado por herencia genética, y no es consciente de hasta qué punto afecta eso a su vida, a su progreso, a su evolución.
Pero, ¿se puede cambiar? ¿Se puede recuperar la confianza como elemento fundamental en las relaciones humanas? Por supuesto que sí. La confianza, como energía, no es algo que dependa para su existencia del ser humano. La confianza existe como una Cualidad Divina, superior. Impregna la creación porque es una energía del Uno, del Creador y está, por tanto, disponible y asequible en todo lo creado. Todas las criaturas, incluido el hombre, la llevan en su interior, y ni siquiera el hecho de volverse desconfiados implica que la confianza no siga estando en el interior. Está ahí, en los corazones  que laten siguiendo el ritmo de la Vida. Es indestructible. Es eterna, porque forma parte de la Energía de la Idea Original.
Se ha dejado de usar porque se ha cometido un gran error, como consecuencia de lo ocurrido en el final de Pangea. Se ha confundido la confianza en lo Superior, en el Creador del hombre, con la confianza en los seres humanos que fueron y son susceptibles de cometer errores, de equivocarse.
La Vida, la original, la que pobló este planeta en sus orígenes y lo volvió a hacer después de la destrucción de Pangea, no está sujeta a fallos, y menos a aquellos que provienen de absurdas ambiciones de poder.
La Vida en sí misma contiene todo el Poder,  y en él existimos todas las criaturas, nos movemos, evolucionamos, nos equivocamos y aprendemos. Es en eso en lo que hay que confiar. Es en la Vida, como expresión de la Idea del Uno, del Creador, en quien debemos de depositar nuestra confianza para recuperar el equilibrio interno y externo.
No se trata tanto de confiar o no los unos en los otros como de confiar en la Vida y, por tanto, de esforzarse por despertar, por activar, la energía de la confianza que está latente en todas las criaturas, en todos nosotros.
Y para activar la confianza hay que vivir de forma tal que nuestros actos, nuestras palabras, nuestras vidas, generen confianza.
Hay que esforzarse para que la confianza vuelva a moverse entre nosotros, entre los seres humanos. Así, podremos volver a creer en un futuro unidos, todos unidos, todos Uno.
Si no se confía en la Vida no se puede confiar en uno mismo ni en los demás.
Respecto a las demás criaturas, incluido el hombre, debemos vernos como seres evolucionantes dentro de la Vida, no como a seres “perfectos”, sino como a seres que buscan la perfección. Y en eso estamos todos.
Tal vez como consecuencia de la ruptura producida al final de Pangea, en la primera humanidad, los seres humanos actuales conceden “poderes” ilimitados a sus nuevos “dioses”, a otros seres humanos en quienes depositan sus esperanzas, sus sueños y sus ilusiones. Pero ningún ser humano puede satisfacer esa necesidad, y si lo hicieron los responsables de Pangea durante mucho tiempo, era sencillamente porque tenían “contacto” con los mensajeros de los dioses, con los verdaderos responsables de esta humanidad y de sus objetivos.
El hombre nunca estuvo solo, ni tampoco lo está ahora. Pero el hombre está aprendiendo y debe redirigir la confianza hacia los maestros verdaderos, los que un día caminaron entre los hombres, los que no mienten ni tienen intereses egoístas en la historia y desarrollo de la humanidad.
La desconfianza entre los hombres es sólo una consecuencia de su imperfección. La confianza en la Vida, en su programa y en los verdaderos encargados de llevarlo a buen término, es imprescindible para el equilibrio interno de la humanidad como especie y para su relación con las demás criaturas.
El ser humano puede, erróneamente, seguir desconfiando de todo y de todos, pero eso sólo le aportará amargura y soledad, y no impedirá que la confianza siga viva a nuestro alrededor, como lo está la energía del Sol, la energía del agua, del aire, de la tierra y del fuego.
Afortunadamente, son energías que no están en función del ser humano. Simplemente son, existen y están a nuestra disposición. Sólo tenemos que integrarnos mentalmente en ellas.
Confiar en la Vida es estar vivo. Confiar en el Uno es poder participar de la Vida. Confiar en uno mismo es reconocerse hijo del Uno. Confiar en los demás es reconocerlos como hermanos, hijos del mismo Padre.
Lo contrario es lo que conduce a la muerte, porque conlleva desconexión con la fuente de la Vida, de la Energía vital.
Si queremos sentirnos vivos, debemos de conectarnos a la verdadera Vida y a sus energías. Y la Confianza es una de ellas.

Fuente: Revista Fusión

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